miércoles, 18 de mayo de 2011

De pocas palabras:

     Hay veces que el abuso incontrolado del uso de nuestro lenguaje provoca en nuestros discursos, ya sean orales o escritos, una pérdida de sentido, cohesión y adecuación que los puede llegar a hacer, si no absurdos, casi incomprensibles.
    Me defino partidaria así de evitar tales situaciones. Digamos sólo aquello que debemos, queremos y necesitamos decir, y disfrutemos, de este modo, de la belleza y el valor de los silencios. Algunos dicen más que una hora de charla insustancial.
    Nuestra sociedad no está acostumbrada al silencio. Vivimos en una época en la que el ruido, las emisoras de radio, las series de TV y la música a todo volumen nos rodean y empaquetan en casi la totalidad del tiempo que estamos conscientes. Gracias a Dios aún no es muy común dormir rodeado de este escándalo, aunque no niego que me haberme acostado con algun sujeto que acostumbra a programar música ambiental para toda la noche... En fin, casos extraños aparte, gracias al cielo aún no son muchos los que contaminan sus sueños intencionadamente.
    Como decía, no estamos acostumbrados al silencio, ni siquiera estamos acostumbrados a escucharnos o a escuchar verdaderamente a los otros. ¿Cuántos de ustedes suelen pararse a escuchar el corazón o la respiración de aquellos a quienes quieren? No se sientan mal. Extrañense, no es lo más normal. No es nada normal, de hecho. Pero no recuerdo conversaciones, libros o discursos que me hayan dado más que la simple respiración de cierta persona, por telefono o frente a frente, o el latir del corazón de X al dormirme en su pecho.
     Lectores, callense un rato, desconecten las emisoras, y traten de escucharse. O de escucharLE. Si es que le tienen...

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