lunes, 4 de marzo de 2013

Cuaderno de bitacora

Me dedico a soplar niebla
que los bichos están ahí
que prometen almohadas
te las dan por las dos caras
quieren jugar con la boca
de sangrar, de no latir

(Capitan cobarde, Albertucho)
 
  Supongo que es inutil que niegue que en estos últimos meses mi vida se ha visto de repente alterada por numerosas corrientes de agua que me empujan, me atropellan y me revuelven en un mar pocas veces en calma. Supongo que es más inutil aún negar que me encanta. 
 
  Desde pequeña he tenido siempre la manía de sumergirme bajo el agua cuando las cosas no estaban bien, parece que en la bañera, cuando el pelo se separa de la nuca para acariciarte suavemente el breve espacio de tiempo que controlas la respiración y solo alcanzas a oir el goteo regular del grifo, cada gota que cae se lleva con ella y diluye en el agua alguno de tus problemas. Y así, plof... 1... plof... 2... desaparecen uno a uno en una muerte tan rápida y al mismo tiempo tan tranquila e indolora que parece limpiarte por dentro. 

  Apenas logro ahora imaginar mis días sin la fuerza de esas corrientes que me arrastran en un mar al que poco a poco voy conociendo. Los escollos aparecen y desaparecen con una rapidez tal que nos obligan a reducir la velocidad y en, determinadas ocasiones, a veces incluso, a frenar y echar el ancla mientras buscamos un nuevo caudal que nos conduzca a pequeño remanso de paz.

  Y sentada bajo la cascada logro dejar de escuchar los gritos que mi cabeza decide dar en mi interior. Ya no se oye nada. Ya no hay nada más. El estruendo del agua que cae a mi alrededor, que choca en mi cabeza y resbala con fuerza tras golpearme los hombros me envuelve, me abraza, se apodera de mi y dejo de ser yo por un momento fundiendome con las rocas de mi alrededor. 

  Los vientos incontrolables que acompañan este mar desconocido nos empujan cada día cambiando nuestro rumbo. La inutilidad de tratar de imaginar dónde acabará nuestro viaje lo hace, a medida que avanza el tiempo, más atrayente, podría decir que mágico. No hay tierra a la vista, pero los bancos de arena se suceden y no es rara la vez que hemos temido encallar.
 
  Mojando los pies en una arena que se disuelve con tocarla voy avanzando y dejo que el agua cubra mis tobillos consiguendo que cierre los ojos un instante. Dejo que llegue a las rodillas rapidamente, y empiezo a frenarme en el avance. El ombligo... la cintura... el frío me recorre la columna vertebral cuando el agua alcanza la cruz en la nuca. Y en un escalofrío que me despierta tomo aire, aprieto los ojos y todo se esfuma a mi alrededor mientras encallo los pies y me fundo con las algas. 
 
  He de reconocer que no son pocas las veces que hemos temido el naufragio. Las tormentas se suceden, y con ellas el oleaje se levanta y nos balancea  tan fuerte que el agua se cuela por la borda y comienzan, si hay fuerzas, las operaciones de salvamento y achicaje. 

  Cuando los estertores de los pulmones me hacen volver a la realidad y me recuerdan que el oxigeno me resulta, desgraciadamente, algo absolutamente necesario comienza la lucha por alcanzar la superficie que se adivina más allá, sobre mi cabeza. 
 
  Y si el barco se hundiera... No puedo evitar temer que ocurra e incluso amenazar con la terrible evidencia al resto de la tripulación si no lo han hecho ya antes.

  Y es cuando logro salir, con la bocanada de aire que se mezcla con las gotas saladas que salpica mi pelo y me resbalan por la cara metiendose en la boca y recorriendo la garganta, cuando veo que ni siquiera el sabor amargo logra parecer desagradable. Y mietras voy andando hacia la orilla, con el pelo aún goteandome en la espalda y la sal que se me pega en todo el cuerpo, ya no hay nada que haga que desaparezca el hoyuelo en mi sonrisa. Ya no hay nada que no me haga creer que, si el barco se hundiera, estaremos ahí para levantarlo.
 


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