Puedes negarlo tantas veces como
quieras. Puedes, incluso, negártelo a ti mismo. Pero lo cierto es
que la ves y, al mirarla fijamente, apenas logras reprimir el deseo
de abrazarla estrecho, fuertemente. El deseo de sentirte tan dueño
suyo que su corazón parezca latir dentro de tu pecho, junto al tuyo.
Puedes repetirte cada mañana que no
sientes nada, que no te importa lo que haga. Pero la verdad es que si
la tienes al lado tus manos se mueven solas, tus dedos la aprietan, y
en un segundo de lucidez o de ceguera absoluta, te sorprendes
agarrando su mano mientras le hablas y la duda asoma en tus ojos
obligándote a sacudirla de tu cabeza, a cambiar de tema, a alejarte
de ella.
La realidad es que, sin saber por qué
motivo, ha aparecido en tu vida, se ha ido introduciendo en ella y
sin darte(se) cuenta se adueña sin piedad de cada segundo de tus
días. No hay razones para ello, pero si te paras a pensarlo,
¿cuántas horas pasas sin verla?, ¿sin pensarla?, ¿sin nombrarla?
¿cuántos minutos de tus días no son suyos?
Repitete a ti mismo que no es cierto,
que sigues siendo dueño de tus decisiones y que ella no te influye.
Convencete de que lo que sientes es lo normal, que no tiene ningún
otro significado. Duerme tranquilo cada noche autoconvenciendote de
que las reacciones que has tenido, y de las que tu mismo te has
percatado en su presencia, son las convencionalmente aceptadas como
naturales.
Tarda cuanto desees en admitir que no
soportas imaginarla con otro, que cada día sin verla es un suplicio,
que tu necesidad de saber de ella no es normal. Intenta no admitir
que solo deseas decirle que eres suyo. No pienses que, quizás,
cuando consigas sacudirte la cobardía que te envuelve como una
telaraña y te impide ver la realidad, buscarás su sonrisa entre las
demás como hacías siempre, pero esta vez sabiendo por qué
necesitas su aprobación y no la de otro, y entonces, probablemente,
te darás cuenta de que ella ya no esta, que no espera tu mirada como
hasta entonces. Porque ella ya sabía mucho antes lo que sentía.
Porque ella tenía claro desde el principio que parte de si misma se
había hecho tuya y lo aceptó esperando que tu fueras capaz de
hacerlo también, decepcionándose cada día al ver como te negabas a
abrir los ojos. Llegando a la conclusión de que la equivocada era
ella. Y en el momento en que tu admites que no hay nada que hacer y
que los ojos hay que abrirlos en algún momento, a ella le ha
ocurrido lo mismo y ha decidido cerrarlos.
¿Por qué nos ocurre esto
tantas veces? ¿Por qué nos resultan mucho más fáciles las
relaciones esporádicas, insustanciales e irrelevantes? ¿Por qué
resulta tan complicado admitir que alguien se ha adueñado sin previo
aviso de nosotros y que apenas somos la mitad de nosotros mismos
cuando no lo sentimos a nuestro lado?
2 comentarios:
Este es un pedazo de texto. Me encanta...
Gracias Ochoa :) me alegra que sigas pasandote por aquí
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